Claudia es una chica venezolana de veintipocos años que reside en España. Es una mulata muy guapa, formada, inteligente, educada y muy al día de cuanto acontece a su alrededor. De manera que responde perfectamente al perfil de extranjera que no debería tener muchos problemas para integrarse en un país que, además, habla su mismo idioma.
Claudia me contó que su abuelo era italiano y su abuela española. Ambos llegaron en barco hasta las costas de Venezuela. Desde él los lanzaron al agua cuando faltaba muy poco por alcanzar la costa. Llegaron a una playa en la que había bañistas y gente tomando el sol. Los ayudaron a salir del agua, les dieron de beber, de comer, los alojaron en sus propias casas... Cuando me contaba esto, una lágrima brotó de los ojos de Claudia. Era de emoción.
Después me contó lo mucho que echaba de menos a su familia, que las circunstancias le impulsaron a ella a construir su futuro lejos de ellos. No precisó cuáles eran tales circunstancias pero debían ser importantes porque pensando en los suyos vi resbalar por su mejilla la segunda lágrima. Era de pena.
Claudia me contó que su abuelo era italiano y su abuela española. Ambos llegaron en barco hasta las costas de Venezuela. Desde él los lanzaron al agua cuando faltaba muy poco por alcanzar la costa. Llegaron a una playa en la que había bañistas y gente tomando el sol. Los ayudaron a salir del agua, les dieron de beber, de comer, los alojaron en sus propias casas... Cuando me contaba esto, una lágrima brotó de los ojos de Claudia. Era de emoción.
Después me contó lo mucho que echaba de menos a su familia, que las circunstancias le impulsaron a ella a construir su futuro lejos de ellos. No precisó cuáles eran tales circunstancias pero debían ser importantes porque pensando en los suyos vi resbalar por su mejilla la segunda lágrima. Era de pena.
Me habló de lo difícil que le había resultado conseguir una autorización para trabajar en nuestro país, de las colas que había tenido que guardar en frías madrugadas ante la oficina de extranjería -muchas veces inútiles porque su puesto en esa cola no le alcanzaba para obtener número en el reparto matinal de turnos-. Me contó cómo les increpaban y lanzaban objetos desde las ventanas de una residencia de la tercera edad cercana a esa oficina porque el murmullo de la muchedumbre no les permitía descansar. Me habló de incomprensiones y de conversaciones que había escuchado en el autobús, en el mercado, en las oficinas del paro... Y entonces corrió por la bonita piel morena de su rostro la tercera lágrima. Era de rabia.