Me encontraba la semana pasada en un pueblecito del pirineo francés al que había acudido para visitar una casa en venta. El propietario no estaba y una señora nos avisó de que quizás en el bar del pueblo tuvieran llave. Allí acudimos y, efectivamente, el dueño del bar me la entregó de inmediato. Yo me quedé un poco parado, como esperando algo más. Le dije ¿no me la va a enseñar nadie? ¿voy a verla yo solo? “Yo no puedo, estoy trabajando. Luego me la devuelves”, me dijo este hombre. Y así nos fuimos, llave en mano, a visitar la casa en venta. Una vez allí, comprobé que no había cosas de gran valor pero sí algo de ropa, botas de montaña, un equipo de música, algunos muebles, cds… Cuando devolví la llave tan sólo me preguntaron si había apagado la luz del último piso. “Muchos se la dejan encendida”. Entonces constaté lo que ya imaginaba, que aquello no había sido una excepción en el sistema de visitas de esta casa.
Luego recordé que hace unos cuantos años ya me había sorprendido, justo en un pueblo vecino, que las casas estuvieran abiertas o con las llaves puestas por fuera.
No sé si se trata de un exceso de confianza (en la ciudad lo sería, sin duda) pero qué gusto vivir con ella. Qué gusto no andar con recelos todo el día, sospechando de unos, temiendo de otros. Qué sosiego, qué paz.
Luego recordé que hace unos cuantos años ya me había sorprendido, justo en un pueblo vecino, que las casas estuvieran abiertas o con las llaves puestas por fuera.
No sé si se trata de un exceso de confianza (en la ciudad lo sería, sin duda) pero qué gusto vivir con ella. Qué gusto no andar con recelos todo el día, sospechando de unos, temiendo de otros. Qué sosiego, qué paz.
En el garaje de mi casa -vivo en Valencia- tengo que candar la bici y también el sillín desde que éste me voló en una ocasión. También desapareció la antena del coche y un casco de la moto que, confiado, había dejado sobre su asiento. No son grandes pérdidas pero me producen la incomodidad de tener que andar candándolo todo y el desasosiego de desconfiar de todos, porque sé que los ladronzuelos son vecinos (y no me consta que tenga vecinos que pasen hambre).
Me encuentro en un punto intermedio, no sé si equidistante, entre la plácida confianza de los habitantes de este valle francés y el miedo casi paranoico que a veces contemplo a mi alrededor. No es bueno vivir con miedos y los medios no ayudan (no es un juego de palabras). Demasiadas malas noticias, demasiados accidentes, atracos, violaciones o asesinatos leemos en los periódicos y, sobre todo, vemos en la televisión, que nos dan una imagen hipertrofiada de la realidad.
Pero no es nuevo. No creo que los medios de comunicación utilicen el miedo para manipularnos sino tan sólo para venderse mejor, porque saben que somos morbosos y nos gusta la sangre. Pero el miedo siempre se ha utilizado para fines más viles. La Iglesia católica sabe mucho de eso y ha fomentado el terror al infierno, al diablo, al limbo, a la hoguera, a la prisión, a la censura, a los rojos, a los granos pajeros, a la ceguera, al sida, a la ruptura de la familia o, quizás a la extinción de la especie humana (porque no sé cómo interpretar el último anuncio anti-aborto que ha promocionado).
Los gobiernos también han usado esta arma y no sólo los llamados totalitarios. La Administración Bush manejó a su pueblo a su antojo usando como arma principal el pánico al terrorismo. Crearon incluso una clasificación por colores; la alerta roja, naranja o verde de amenaza terrorista le decía a los norteamericanos el nivel de terror que debían sufrir. El miedo es el mando a distancia con el que Bush manejó a su pueblo y le permitió ganar por segunda vez las elecciones. En ese país, además, el miedo al vecino constituye la principal fuente de ingresos de la industria armamentística. En EEUU el miedo mata.
Ese mismo temor se fabricó para justificar una guerra y un presidente nuestro llegó a decir ante las cámaras de televisión, en directo y en horario de máxima audiencia, mirando a los ojos de su entrevistador y con semblante preocupado aquello de “créame usted y créanme todos los españoles que estoy diciendo la verdad. Irak tiene armas de destrucción masiva”. Desde entonces, daba igual que en España murieran en dos semanas por accidentes de tráfico el mismo número de personas que morirían después en el atentado del 11-M; daba igual que cada año caigan por ese mismo motivo en todo el mundo cientos de torres gemelas; a la gente le sigue dando miedo su vecino marroquí mientras conduce su coche a 180 km/h.
Los maltratadores someten a sus parejas mediante el miedo a la agresión; los jefes a los empleados mediante el miedo al despido, los hijos a los padres con el miedo al rechazo, etc.
El miedo es natural. Es un instinto de supervivencia que nos permite huir cuando hay un peligro. Y es natural temer a la muerte, a la enfermedad o a la vejez. Pero carguemos en nuestras maletas las justas dosis y no compremos las que nos venden porque, como dice Carlos, mi cuñado, los cobardes nunca se llevan las chicas guapas.
Por cierto, para el que lo quiera, vendo mis miedos. Los regalaría pero quiero comprarme una casa en los Pirineos.
Ese mismo temor se fabricó para justificar una guerra y un presidente nuestro llegó a decir ante las cámaras de televisión, en directo y en horario de máxima audiencia, mirando a los ojos de su entrevistador y con semblante preocupado aquello de “créame usted y créanme todos los españoles que estoy diciendo la verdad. Irak tiene armas de destrucción masiva”. Desde entonces, daba igual que en España murieran en dos semanas por accidentes de tráfico el mismo número de personas que morirían después en el atentado del 11-M; daba igual que cada año caigan por ese mismo motivo en todo el mundo cientos de torres gemelas; a la gente le sigue dando miedo su vecino marroquí mientras conduce su coche a 180 km/h.
Los maltratadores someten a sus parejas mediante el miedo a la agresión; los jefes a los empleados mediante el miedo al despido, los hijos a los padres con el miedo al rechazo, etc.
El miedo es natural. Es un instinto de supervivencia que nos permite huir cuando hay un peligro. Y es natural temer a la muerte, a la enfermedad o a la vejez. Pero carguemos en nuestras maletas las justas dosis y no compremos las que nos venden porque, como dice Carlos, mi cuñado, los cobardes nunca se llevan las chicas guapas.
Por cierto, para el que lo quiera, vendo mis miedos. Los regalaría pero quiero comprarme una casa en los Pirineos.